Doctorado
La casa de los deseos
La nueva visitadora de la iglesia acababa de marcharse tras pasar veinte minutos en la casa. Mientras estuvo ella, la señora Ashcroft había hablado con el acento propio de una cocinera anciana, experimentada y con una buena jubilación que había vivido mucho en Londres. Por eso ahora estaba tanto más dispuesta a recuperar su forma de hablar de Sussex, que le resultabamás fácil, cuando llegó en el autobús la señora Fettley, que había recorrido cincuenta kilómetros para verla aquel agradable sábado de marzo. Eran amigas desde la infancia, pero últimamente el destino había hecho que no se pudieran ver sino de tarde en tarde.
Ambas tenían mucho que decirse, y había muchos cabos sueltos que atar desde la última vez, antes de que la señora Fettley, con su bolsade retazos para hacer una colcha., ocupara el sofá bajo la ventana que daba al jardín y al campo de fútbol del valle de abajo.
-Casi todos se han apeado en Bush Tye para el partido de hoy -explicó-, de manera que me quedé sola la última legua y media. ¡Anda que no hay baches!
-Pero a ti no te pasa nada -dijo su anfitriona-. Por ti no pasan los años, Liz.
La señora Fettley sonrió e intentócombinar dos retazos a su gusto.
-Sí., y si no ya me habría roto la columna hace veinte años. Seguro que ni te acuerdas cuando me decían que estaba bien fuerte. ¿A que no?
La señora Ashcroft negó lentamente con la cabeza -todo lo hacía lentamente- y siguió cosiendo un forro de arpillera en un cesto de paja para herramientas adornado con cintas de algodón. La señora Fettley siguió cosiendoretazos a la luz primaveral que entraba entre los geranios del alféizar, y ambas se quedaron calladas un rato.
-¿Qué tal es esa nueva visitadora tuya? -preguntó la señora Fettley con un gesto hacia la puerta. Como era muy miope, al entrar casi se había tropezado con aquella señora.
La señora Ashcroft suspendió la gran aguja de coser el forro con un gesto tranquilo antes de pincharla.
-Salvoque no te cuenta nada de lo que pasa por ahí, no tengo nada especial contra ella.
-La nuestra, la de Keyneslade -dijo la señora Fettley- habla sin parar y es muy compasiva, pero no se para a escuchar. Dale que dale, que no la oyes más que a ella.
-Ésta no habla mucho. Yo creo que quiere hacerse de esas monjas protestantes, o algo así.
-La nuestra está casada, pero dicen que como sinada... -la señora Fettley levantó la barbilla huesuda-. ¡Dios mío! ¡Esos malditos altobuses arman un terremoto!
La casita revestida de azulejo tembló al paso de dos autobuses especiales de cuarenta plazas que se dirigían al partido de Bush Tye; detrás de ellos humeaba el autobús «del mercado» de todos los sábados. camino de la capital del condado, y de una de las tabernas abarrotadas salió uncuarto vehículo a sumarse a la procesión, impidiendo el paso de los coches que iban de excursión en sentido opuesto.
-Sigues teniendo la lengua tan larga como siempre, Liz -observó la señora Ashcroft.
-Sólo cuando estoy contigo. El resto del tiempo soy la típica agüelita: tres nietos ya.
Apuesto que ese cesto es para uno de tus nietos, ¿a que sí?
-Es para Arthur, el mayor de mi Jane.-Pero no trabaja en ninguna parte, ¿verdad?
-No. Es para cuando van de gira.
-Tienes suerte. Mi Willie se pasa la vida pidiéndome dinero para comprar uno de esos arradios que pone la gente en el jardín para oír la música que dan de Londres y todo eso. Y encima se lo doy... ¡Si es que soy tonta!
-Y, ¿a que no te da un beso de gracias después? -la sonrisa de la señora Ashcroft parecíadirigirse a ella misma.
-Y tanto. Los chicos de ahora no se pueden comparar con los de hace cuarenta años. Muchos derechos y nada de obligaciones. ¡Y se lo aguantamos! ¡Si es que somos tontas! ¡Willie me pide tres chelines cada vez!
-Si es que se creen que el dinero crece en los árboles... -dijo la señora Ashcroft.
-Y la semana pasada -siguió la otra- mi hija va y pide un cuarto de libra de...
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