Los Juegos Del Hambre
--¿He tropezado? --pregunta Haymitch--. Huele mal.
Se limpia la nariz con la mano y se mancha la cara de vómito.
--Vamos a llevarte a tu cuarto para limpiarte un poco --dice Peeta.
Lo llevamos de vuelta a su compartimento medio a empujones, medio a rastras. Como no podemos dejarlo sobre la colchabordada, lo metemos en la bañera y encendemos la ducha; él apenas se entera.
--No pasa nada --me dice Peeta--. Ya me encargo yo.
No puedo evitar sentirme un poco agradecida, ya que lo que menos me apetece en el mundo es desnudar a Haymitch, limpiarle la porquería del pelo del pecho y meterlo en la cama. Seguramente, mi compañero intenta causarle buena impresión, ser su favorito cuando empiecen losjuegos. Sin embargo, a juzgar por el estado en el que está, Haymitch no se acordará de nada mañana.
--Vale, puedo enviar a una de las personas del Capitolio a ayudarte --le digo, porque hay varias en el tren. Cocinan para nosotros, nos sirven y nos vigilan; cuidarnos es su trabajo.
--No, no las quiero.
Asiento y vuelvo a mi cuarto. Entiendo cómo se siente Peeta, yo tampoco puedo soportar a lagente del Capitolio, pero hacer que se encarguen de Haymitch podría ser una pequeña venganza, así que medito sobre la razón que lo lleva a insistir en ocuparse de él, así, de repente. «Es porque está siendo amable. Igual que cuando me regaló el pan», pienso.
La idea hace que me pare en seco: un Peeta Mellark amable es mucho más peligroso que uno desagradable. La gente amable consigue abrirse pasohasta mí y quedárseme dentro, y no puedo dejar que Peeta lo haga, no en el sitio al que vamos. Decido que, desde este momento, debo tener el menor contacto posible con el hijo del panadero.
Cuando llego a mi habitación, el tren se detiene en un andén para repostar. Abro rápidamente la ventana, tiro las galletas que me regaló el padre de Peeta y cierro el cristal de golpe. Se acabó, no quiero nadamás de ninguno de los dos.
Por desgracia, el paquete de galletas cae al suelo y se abre sobre un grupo de dientes de león que hay junto a las vías. Sólo lo veo un instante, porque el tren sale de nuevo, pero me basta con eso; es suficiente para recordarme aquel otro diente de león que vi en el patio del colegio hace algunos años...
•
Justo cuando aparté la mirada del rostro amoratado de PeetaMellark me encontré con el diente de león y supe que no todo estaba perdido. Lo arranqué con cuidado y me apresuré a volver a casa, cogí un cubo y a mi hermana de la mano, y me dirigí a la Pradera; y sí, estaba llena de aquellas semillas de cabeza dorada. Después de recogerlas, rebuscamos por el borde interior de la valla a lo largo de un kilómetro y medio, más o menos, hasta que llenamos el cubo dehojas, tallos y flores de diente de león. Aquella noche nos atiborramos de ensalada y el resto del pan de la panadería.
--¿Qué más? --me preguntó Prim--. ¿Qué más comida podemos encontrar?
--De todo tipo --le prometí--. Sólo tengo que acordarme.
Mi madre tenía un libro que se había llevado de la botica de sus padres; las hojas estaban hechas de pergamino viejo y tenían dibujos a tinta deplantas, junto a los cuales habían escrito en pulcras letras mayúsculas sus nombres, dónde recogerlas, cuándo florecían y sus usos médicos. Sin embargo, mi padre añadió otras entradas al libro, plantas comestibles, no curativas: dientes de león, ombús, cebollas silvestres y pinos. Prim y yo nos pasamos el resto de la noche estudiando detenidamente aquellas páginas.
Al día siguiente no teníamos...
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