El sueño del celta
A la mañana siguiente, cuando bajó a desayunar, ahí estaba Armando Normand, sentado ante una esa con frutas, trozos de yuca que hacían las veces de pan ytazas de café. En efecto, era muy bajito y flaco, con una cara de niño aventajado y una mirada azul, fija y dura, que aparecía y desaparecía por su parpadeo constante. Llevaba botas, un overol azul, unacamisa blanca y encima un chaleco de cuero con un lapicero y una libretita asomando en uno de sus bolsillos. Cargaba un revólver en la cintura.
Hablaba perfecto inglés, con un extraño deje, queRoger no alcanzó a identificar de dónde procedía. Lo saludó con una venia casi imperceptible, sin decir palabra. Fue muy parco, casi monosilábico, para responder sobre su vida en Londres, así comoprecisar su nacionalidad -«digamos que soy peruano»-, y respondió con cierta altanería cuando Roger le dijo que él y los miembros de la Comisión se habían quedado impresionados al ver que en los dominiosde una compañía británica se maltrataba a los indígenas de manera inhumana.
-Si vivieran aquí, pensarían de otro modo –contestó, secamente, sin amilanarse en lo más mínimo. Y, después de una...
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