Las leyes de bill
Prefacio
La sensación de no tener poder sobre las personas y los hechos resultarnos insoportable (sic): cuando nos sentirnos desvalidos nos sentimos miserablemente mal. Nadie quiere tener poco poder; por el contrario, todos aspiramos a poseer una cuota cada vez mayor. Sin embargo, en el mundo en que vivimos en la actualidad, resulta peligroso demostrar demasiadas ansias de poder a actuar abiertamente para obtenerlo. Debemos mostrarnos decentes y equitativos. De modo que tenemos que ser muy sutiles, agradables y simpáticos y, al mismo tiempo, arteros; democráticos pero engañosos. Este juego de constante duplicidad se parece muchísimo a las dinámicas del poder que existían en el maquinador mundo de las antiguas cortes aristocráticas. A lo largo de la historia, las cortes siempre fueron formándose alrededor de la persona que ejercía el poder: un rey, una reina, un emperador o un líder. Los cortesanos que componían esa corte se encontraban en una posición particularmente delicada: tenían que servir a sus amos pero, si se mostraban demasiado aduladores y cortejaban con demasiada obviedad, los otros integrantes de la corte se volvían contra ellos. Por lo tanto, los intentos de ganar el favor del amo debían ser muy sutiles. E incluso los más hábiles cortesanos, capaces de tales sutilezas, debían protegerse de sus pares que intrigaban para desplazarlos. Entretanto, se suponía que la corte representaba la cumbre de la civilización y del refinamiento. Se desaprobaba cualquier actitud violenta o abierta que promoviera el poder; los cortesanos trabajaban de manera silenciosa y secreta contra cualquiera que recurriese a la fuerza. El gran dilema del cortesano siempre fue el de mostrarse como el paradigma mismo de la elegancia y, al mismo tiempo, burlar a sus adversarios y desbaratar los planes de éstos de la forma más sutil y disimulada posible. El cortesano exitoso aprendía, con el tiempo, a realizar todos sus movimientos de forma indirecta; si le clavaba un puñal por la espalda a su contrincante, lo hacía con guantes de terciopelo y con la más afable de las sonrisas. En lugar de recurrir a la coerción o a la franca traición, el cortesano perfecto lograba sus objetivos a través de la seducción, el encanto, el engaño y las estrategias más [19] sutiles, planificando siempre sus movimientos por adelantado. La vida en la corte era un juego permanente, que exigía vigilancia constante y agudo pensamiento táctico. Era una guerra civilizada. Hoy en día encontramos una paradoja similar a la del cortesano del Renacimiento: todo debe aparecer civilizado, decente, democrático y logrado a través del juego limpio. Pero si nos atenemos en forma excesivamente estricta a estas pautas, si las tomamos demasiado al pie de la letra, seremos aplastados por aquellos, de entre quienes nos rodean, que son menos ingenuos que nosotros. Como dijo el gran diplomático y cortesano del Renacimiento, Nicolás Maquiavelo: "Todo hombre que intente ser bueno todo el tiempo terminará arruinado entre la gran cantidad de hombres que no lo son". La corte se consideraba el pináculo del refinamiento, pero debajo de esa brillante Del libro de Greene Robert y Elffers Joost, Las 48 leyes del poder, Editorial Atlántida, Buenos Aires 1999. Se ponen entre paréntesis [No. página] los números de páginas originales.
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superficie hervía un caldero de oscuras emociones: ambición, envidia, deseo, odio, También nuestro mundo actual se considera el pináculo de la equidad y ¡ajusticia, pero son las mismas oscuras emociones de siempre las que laten dentro de cada individuo. El juego es el mismo. Por fuera hay que simular respeto y cortesía, mientras que por dentro salvo que usted sea un necio deberá aprender rápidamente a ser prudente y seguir el consejo de Napoleón: "Cubre tu mano de hierro con un guante de terciopelo". Si, al igual que el cortesano de otros tiempos, usted logra dominar el arte ...
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