Los cuadernos de don rigoberto

Páginas: 405 (101007 palabras) Publicado: 3 de marzo de 2011
Mario Vargas Llosa
Los cuadernos De don Rigoberto

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Mario Vargas Llosa © 1997, Mario Vargas Llosa © De esta edición: 1997, Santillana, S. A. Juan Bravo, 38. 28006 Madrid Teléfono (91) 322 47 00 Telefax (91)3224771 ISBN: 84-204-8263-3 Depósito legal: M. 1.835-1997 Impreso en España - Printed in Spain Diseño: Proyecto de Enric Satué © Cubierta:Deo Voleóte Todos los derechos reservados. Esta publicación no puede ser reproducida, ni en todo ni en parte, ni registrada en o transmitida por un sistema de recuperación de información, en ninguna forma ni por ningún medio, sea mecánico, fotoquímico, electrónico, magnético, electroóptico, por fotocopia, o cualquier otro, sin el permiso previo por escrito de la editorial.

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El hombre, un dios cuando sueña y apenas un mendigo cuando piensa. HOLDERLIN, Hyperion

No puedo llevar un registro de mi vida por mis acciones; la fortuna las puso demasiado abajo: lo llevo por mis fantasías. MONTAIGNE

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I. EL REGRESO DE FONCHITO

Llamaron ala puerta, doña Lucrecia fue a abrir y, retratada en el vano, con el fondo de los retorcidos y canosos árboles del Olivar de San Isidro, vio la cabeza de bucles dorados y los ojos azules de Fonchito. Todo empezó a girar. —Te extraño mucho, madrastra —cantó la voz que recordaba tan bien—. ¿Sigues molesta conmigo? Vine a pedirte perdón. ¿Me perdonas? —¿Tú, tú? —cogida de la empuñadura de la puerta,doña Lucrecia buscaba apoyo en la pared—. ¿No te da vergüenza presentarte aquí? —Me escapé de la academia —insistió el niño, mostrándole su cuaderno de dibujo, sus lápices de colores—. Te extrañaba mucho, de veras. ¿Por qué te pones tan pálida? —Dios mío, Dios mío —doña Lucrecia trastabilleó y se dejó caer en la banca imitación colonial, contigua a la puerta. Se cubría los ojos, blanca como unpapel. —¡No te mueras! —gritó el niño, asustado. Y doña Lucrecia —sentía que se iba— vio a la figurita infantil cruzar el umbral, cerrar la puerta, caer de rodillas a sus pies, cogerle las manos y sobárselas, atolondrado: «No te mueras, no te desmayes, por favor». Hizo un esfuerzo para sobreponerse y recobrar el control. Respiró hondo, antes de hablar. Lo hizo despacio, sintiendo que en cualquiermomento se le quebraría la voz: —No me pasa nada, ya estoy bien. Verte aquí era lo último que me esperaba. ¿Cómo te has atrevido? ¿No tienes cargos de conciencia? Siempre de rodillas, Fonchito trataba de besarle la mano. —Dime que me perdonas, madrastra —imploró—. Dímelo, dímelo. La casa no es la misma desde que te fuiste. Vine a espiarte un montón de veces, a la salida de clases. Quería tocar, perono me atrevía. ¿Nunca me vas a perdonar? —Nunca —dijo ella, con firmeza—. No te perdonaré nunca lo que hiciste, malvado. Pero, contradiciendo sus palabras, sus grandes ojos oscuros reconocían con curiosidad y cierta complacencia, acaso hasta ternura, el enrulado desorden de esa cabellera, las venitas azules del cuello, los bordes de las orejas asomando entre las mechas rubias y el cuerpecilloairoso, embutido en el saco azul y el pantalón gris del uniforme. Sus narices aspiraban ese olor adolescente a partidos de fútbol, frunas y helados d'Onofrio, y sus oídos reconocían aquellos chillidos agudos y los cambios de voz, que resonaban también en su memoria. Las manos de doña Lucrecia se resignaron a ser humedecidas por los besos de pajarillo de esa boquita: —Yo te quiero mucho, madrastra—hizo pucheros Fonchito—. Y, aunque no te lo creas, también mi papá. En eso apareció Justiniana, ágil silueta de color canela envuelta en un guardapolvo floreado, un pañuelo en la cabeza y un plumero en la mano. Quedó petrificada en el pasillo que conducía a la cocina. —Niño Alfonso —murmuró, incrédula—. ¡Fonchito! ¡No me lo creo! —¡Figúrate, figúrate! —exclamó doña Lucrecia, empeñada en mostrar más...
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