Don juan tenorio
—¿Cómo es que duermes tanto? Tengo miedo de que estés muy débil.
Esta cariñosa solicitud sobre mi vida se iba a terminar también. Ena debería marcharse al cabo de unos días y ya no volvería aBarcelona, de regreso del veraneo. La familia pensaba trasladarse directamente desde San Sebastián a Madrid. Pensé que cuando empezara el nuevo curso lo haría en la misma soledad espiritual que el año anterior. Pero ahora tenía una carga más grande de recuerdos sobre mis espaldas. Una carga que me agobiaba un poco.
El día en que fui a despedir a Ena me sentí terriblemente deprimida. Enaaparecía, entre el bullicio de la estación, rodeada de hermanos rubios, apremiada por su madre, que parecía poseída por una prisa febril de marcharse. Ella se colgó de mi cuello y me besó muchas veces. Sentí que se me humedecían los ojos. Que aquello era cruel. Ella me dijo al oído:
—Nos veremos muy pronto, Andrea. Confía en mí.
Creí entender que volvería al poco tiempo a Barcelona, casada con Jaime,quizá.
Cuando el tren arrancó nos quedamos el padre de Ena y yo en el gran recinto de los ferrocarriles. El padre de Ena, al quedarse repentinamente solo en la ciudad, parecía un poco abrumado. Me invitó a subir a un taxi y pareció un poco desconcertado de mi negativa. Me miraba mucho con su sonrisa bondadosa. Pensé que era una de esas personas que no saben estar solas ni un momento con suspropios pensamientos. Que no tienen pensamientos quizá. Sin embargo, me era extraordinariamente simpático.
Tenía la intención de volver a casa desde la estación, dando un largo rodeo a pesar del calor húmedo y pesado que lo apretaba todo. Empecé a caminar, a caminar... Barcelona se había quedado infinitamente vacía. El calor de julio era espantoso. Atravesé los alrededores del cerrado y solitariomercado del Borne. Las calles estaban manchadas de frutas maduras y de paja. Algunos caballos, sujetos a sus carros, coceaban. Me acordé repentinamente del estudio de Guíxols y entré en la calle de Monteada. El majestuoso patio con su escalera ruinosa de piedra labrada estaba igual que siempre. Un carro volcado conservaba restos de su carga de alfalfa.
—No hay nadie, señorita —me dijo la portera—.El señor Guíxols está fuera. Ya no viene nadie, ni siquiera el señor Iturdiaga, que se ha marchado a Sitges la semana pasada. El señor Pons tampoco está en Barcelona... Pero puedo darle la llave, si gusta subir; el señor Guíxols me ha dado permiso para entregársela a cualquiera...
No había sido mi propósito al llegar hasta allí, siguiendo el hilo de mis recuerdos, el de entrar en el estudio queya sabía que estaba cerrado. Acepté, sin embargo, la proposición. De pronto se me aparecía como una perspectiva venturosa, aquella de poder estar un rato protegida por la vacía tranquilidad de la casa, por la frescura de sus muros antiguos. El aire cerrado tenía aún un olor tenue a barniz. Detrás de la puerta donde Guíxols acostumbraba a guardar sus provisiones encontré olvidada una pastilla de...
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